PREMIO CERVANTES
Fernando del Paso: “El amor en la literatura ha perdido la fuerza de otros siglos”
El mexicano, que este sábado recibe el Cervantes, da claves de su escritura, de los temas que subyacen en sus obras y de sus influencias.
Lee el discurso íntegro de Fernando del Paso en la ceremonia del Cervantes
Poema publicado en 2009
La rosa es una rosa es una rosa.
Tu boca es una rosa es una boca.
La rosa, roja y rosa, me provoca:
Se me antoja una boca temblorosa.
La roja, roja sangre rencorosa
de la rosa, que quema lo que toca,
de tu boca de rosa se desboca
y me moja la boca, ponzoñosa.
La pena, pena roja de mi vida,
de no vivir bebiendo ese lascivo
licor de boca rosa y llamarada,
rubor de rosa roja y encendida,
me ha dejado la boca al rojo vivo,
del rojo de una rosa descarnada.
De: Sonetos con lugares comunes
Tu boca es una rosa es una boca.
La rosa, roja y rosa, me provoca:
Se me antoja una boca temblorosa.
La roja, roja sangre rencorosa
de la rosa, que quema lo que toca,
de tu boca de rosa se desboca
y me moja la boca, ponzoñosa.
La pena, pena roja de mi vida,
de no vivir bebiendo ese lascivo
licor de boca rosa y llamarada,
rubor de rosa roja y encendida,
me ha dejado la boca al rojo vivo,
del rojo de una rosa descarnada.
De: Sonetos con lugares comunes
Por Fernando del Paso
Al enterarse de la muerte de Rulfo, el autor de Palinuro de México lamentó no haberle escrito nunca una carta. La literatura le permitió saldar esa deuda con quien consideraba uno de sus mejores amigos.
El 8 de enero de 1986, Fernando del Paso, que en ese entonces trabajaba en Radio Francia Internacional, se enteró de la muerte de Juan Rulfo. “Era cerca de la una de la mañana, la hora de recolectar los cables para elaborar el primer noticiero de la noche que debería transmitirse por onda corta a todo el continente latinoamericano. Yo era el periodista y locutor en turno de esa noche. Anuncié, si no al planeta entero, sí al mundo de habla hispana el fallecimiento del escritor mexicano Juan Rulfo.”
No se trataba solo de que hubiera muerto uno de los mayores escritores de la lengua y el autor de dos libros indispensables para la literatura mexicana. Para Del Paso había desaparecido alguien mucho más importante: “uno de mis mejores amigos. Un amigo al que tenía muchos años de no ver, porque yo vivía en Europa y él en México, y a quien nunca le escribí una carta”.
“Lo conocí –contó Del Paso en 2007, durante la aceptación del Premio Juan Rulfo– cuando el Centro Mexicano de Escritores me otorgó una de las becas que solía dar a escritores que hacíamos nuestros pininos en literatura.” Cada miércoles, después de las asesorías, Del Paso y Rulfo iban al café del sanatorio Dalinde, en la avenida de los Insurgentes. Ahí pasaban las horas platicando, fumando, tomando café. “Yo tuve el gran privilegio de que, para mí, Juan Rulfo no fue nunca el personaje tímido, y a veces hosco, que tenía fama de ser. Para mí, Juan fue siempre el amigo abierto, sencillo, cálido, que sabía hablar conmigo de todos los temas, de todas las novelas, de toda la literatura y de la vida entera.”
Aun cuando sabía que tanto él como Rulfo padecían “una especie de alergia a la correspondencia”, Del Paso lamentó no haber escrito esa carta a su amigo. Acaso impulsado por ese arrepentimiento, en los días siguientes, grabó un programa de radio que tituló “Carta a Juan Rulfo” –donde alternaba sus palabras con la voz de Rulfo, tomada de un disco de la serie Voz viva de México–. “En ese programa, yo le contaba todo lo que había pasado en todos esos años, le preguntaba cómo estaban su esposa Clara y sus hijos, y le pedía que me disculpara por mi largo silencio.”
Acaba de aparecer, bajo el sello de Tusquets, Amo y señor de mis palabras, un libro de artículos, discursos y otros textos sobre literatura, que incluye una “Carta a Juan Rulfo”, que reproducimos a continuación para celebrar el reciente Premio Cervantes concedido a Fernando del Paso.
Carta a Juan Rulfo
¿A que no sabes con qué me salieron el otro día, Juan? Ni te imaginas. No sabes las cosas que dice la gente cuando no tiene nada que decir. Pues fíjate que andaba yo por París, porque te dije que venía a París, ¿no es cierto? Bueno, te lo estoy diciendo. Andaba yo por aquí. No te diré que muy quitado de la pena porque ahorita tengo varios problemas que no viene al caso contar, cuando de sopetón, así, de sopetón, me dicen que nos habías dejado: que te habías ido.
Mira, tengo que confesarte que cuando me lo dijeron estaba tan hundido en mis preocupaciones, como te decía, que casi no me di cuenta cabal de lo que me estaban contando. Y después, fíjate lo que son las cosas, esa misma noche, yo di la noticia por la radio. Yo, imagínate, Juan, diciéndoles a todos lo que yo mismo no había entendido. Porque lo que me dijeron no fue que se había ido el escritor Juan Rulfo, no; lo que me dijeron fue que se me había ido un amigo. Y yo no lo supe sino poco a poquito, poco a poquito y de repente también, sí, de repente, cuando escuché tu voz, cuando puse el disco de Voz viva de México de la Universidad donde leíste “Luvina” y “¡Diles que no me maten!”. Y esa voz me caló muy hondo. Porque esa voz, esa voz, yo la conozco muy bien.
Perdóname, Juan, perdóname si no te escribí nunca, pero como me habían dicho que tú jamás contestabas una carta, pues yo dije: Entonces para qué le escribo. Y ahora me arrepiento; me arrepiento, Juan. Ahora quisiera que tú hubieras tenido varias cartas mías aunque yo no tuviera ninguna tuya. En serio. Me arrepiento porque yo tuve la culpa. Yo fui el que me fui de México, ¿no? Y no te escribí. Me duele porque no se pueden pasar tantos años, creo que dieciséis desde que salí, sin escribirles a los amigos, ¿no es cierto? No es cuestión nada más de decir, como fray Luis, “como decíamos ayer”, porque no, no fue ayer, sino hace muchos años cuando nos reuníamos una y hasta dos veces por semana, ¿te acuerdas?, en el café del sanatorio Dalinde. Allí se nos iban las horas. ¡Qué las horas! Ahí nos pasábamos años y felices días platicando y fumando como chacuacos. Quien nos hubiera visto, a veces tan serios, habría pensado que nomás hablábamos de literatura. Y sí, claro, platicábamos de Knut Hamsun y de Faulkner y de Camus y de Melville, todo revuelto. De Conrad, de Thomas Wolfe, de André Gide. Nunca conocí a nadie que hubiera leído tantas novelas. ¿A qué horas las leías, Juan? Se me hace que a veces hacías trampa. Pero también te decía, ¿te acuerdas?, nos dedicábamos al chisme como dos comadres, ni más ni menos.
Y a veces, de pronto, tú te ponías a hacer literatura sin darte cuenta. Te ponías a contarme historias que yo no sabía si eran ciertas o eran puras invenciones, o si se iban volviendo ciertas cuando las estabas inventando. Me acuerdo muy bien, Juan, muy bien, como si te estuviera oyendo.